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La culpa inhibe la ternura (página 2)




Enviado por Ricardo Peter



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Damos la razón a la
Ilustración griega según la cual el hombre es
un animal racional. Damos la razón a Aristóteles cuando afirmó en su
libro Política que "el
hombre es el
único animal que posee razón" y también a
los estoicos que posteriormente convirtieron en célebre la
definición del hombre como "animal racional". Lo racional
es una característica esencial del hombre y la
razón es también una cualidad
específicamente humana. La parábola del Hijo
pródigo no entra en disquisiciones o especulaciones
filosóficas sobre la naturaleza del
hombre. Pero aunque no discute la importancia de la razón,
sí deja claro que no es la razón la primera
cualidad de lo humano. Esta corresponde a la ternura. Ninguna
otra cualidad es más propia del hombre que la
ternura.

Sin embargo, para que la ternura sea una capacidad y no
sólo una cualidad, un atributo, una mera peculiaridad del
hombre, es decir, para que la cualidad se vuelva capacidad, algo
operativo, acto y no mera potencia, como
dirían los escolásticos, para que la ternura sea
una actividad interior y no un mero pensar, es necesario ser
tierno.

La ternura es una cualidad de tierno y tierno,
según el diccionario de
la Real Academia Española, indica algo que "se deforma
fácilmente por la presión y
es fácil de romper o partir". Tierno, aclara el mismo
diccionario, se dice de la niñez porque es la edad de la
delicadeza y porque el niño es propenso a ser afectuoso,
cariñoso y expuesto al llanto. Se es tierno porque se es
débil. La ternura, el amor, la
compasión no se da automáticamente. Sólo se
dilata en la medida en que experimentamos la fragilidad, la
vulnerabilidad.

Si mi fuerza radica
en mi poder y si mi
poder radica en mi autoridad, en
mi soberanía, en mi vigor físico, en mi
eficacia, en
mi pujanza económica, en mis privilegios y prerrogativas
sociales, en mi competencia
laboral y en
mis derechos,
entonces no soy capaz de ser tierno. Seré prestigioso y
poderoso, acaudalado y pudiente en muchas áreas sociales,
un ser influyente e importante, pero en el plano de la ternura
seré un ser duro, resistente, invulnerable, un verdadero
discapacitado emocional. El impacto de la desgracia ajena sobre
mi sistema mental
será leve, trivial, insignificante. Tendré un
carácter blindado, forrado ante la pena y
el dolor ajenos. Pero como consecuencia seré
también un ser árido, desolado, con probables
puntas de obstinación y de terquedad, enajenado de la
dimensión más poderosa del ser humano: la
ternura.

Me viene a la mente una frase que me impactó
cuando era joven. Esa frase decía: "No tengo más
fuerza y poder que el riesgo y la
inseguridad de
mi propio corazón".
El tipo de debilidad a que se alude en esta frase es una forma de
fortaleza, mientras la fuerza, tal como la entendemos, es una
forma de muralla.

Quiero recordar que el autor de la parábola del
Hijo pródigo, en otro de sus famosos, atrevidos y
perturbadores pasajes, puso la condición de volverse
niño para entrar en su proyecto.
Según la parábola, la fuerza del hombre compasivo
radica en su propia debilidad.

Imagino lo mal que puede asentar esta
señalación en nuestro tiempo regido
por las leyes del
mercado. En un
mundo orientado al triunfo, al capital, a los
beneficios, a la venta de
mercancía, al dinero, al
poder social y que vive diariamente una nueva forma de esquizofrenia
crónica que no es entre ser y tener, como un tiempo
destacaba Erich Fromm, sino entre el temor de tener siempre muy
poco y el afán de tener mucho.

Lo que puede unirnos a los demás es la debilidad,
no la fuerza. La fuerza nos provoca, nos enfrenta, nos vuelve
seres exaltados, furiosos. Sin ternura somos seres irritables
ante los defectos propios y ajenos.

Desde el punto de vista de la parábola, la
incapacidad de amar es sólo la incapacidad de ser tiernos
con un ser limitado y defectuoso como nosotros y con un ser
limitado y defectuoso como los otros. Esta incapacidad de ser
insensible a lo humano es lo que la Terapia de la
imperfección etiqueta con el nombre de egoísmo. El
egoísmo, sin embargo, no es el rasgo de la persona que se
ama excesivamente, como se suele creer erróneamente, sino
de quien se aborrece. "Una persona egoísta, dice Hugh
Prather, es como una línea de energía conectada a
nada".

A este propósito habría que mencionar el
poder que tiene el hombre que no se ama. Aun cuando el hombre no
tiene el poder de dar la vida, el que no se ama tiene,
paradójicamente, el poder de destruir la vida. Este poder
hace del hombre un semidiós o un dios-invertido. Desde
este punto de vista, la desobediencia de nuestros ancestros
cumplió la promesa de ser como dioses. La historia del hombre es la
documentación del poder de repudiar la
vida. Poder que el hombre ejerce derrotando, desaprobando,
erigiéndose contra sus semejantes, oponiéndose.
Qué razón tenía Nietzsche
cuando escribía: "Los monos son demasiado buenos para que
el hombre descienda de ellos".

La guerra, la
agresión física o a la
agresión verbal, son muestras del poder que tiene el
hombre de echar abajo la vida. Porque el hombre no es capaz de
amar a nadie sino es capaz de compasión para sí
mismo.

Ocupémonos ahora de la parábola del Hijo
pródigo. Desde que el hijo pródigo, que si me
permiten yo acostumbro llamar Leví, aparece en escena, se
presenta, no obstante su corta edad, como un hombre de negocios:
"Padre, dame la parte de la propiedad que
me corresponde". Una petición que denota mucho calculo, o
sea, mucho recurso a la razón. Es un joven que se motiva
desde el valor de
mercado. La primera vez que irrumpe en la escena manifiesta su
principal preocupación: no por el padre, ni por la familia. No
está interesado por la vida en términos generales,
sino por el capital. Aparece como un ser alienado, referido a una
abstracción, como es el dinero. El
dinero es lo único que domina en su vida. En su primera
aparición no hay expresión de su sentir, sino de su
razonar. Por eso, cuando hay falta de amor a
sí mismo, repetimos, se deja de sentir y entonces se
duplica el razonar.

En cambio de la
parte del padre no hay huellas de razonamiento. La
parábola narra la respuesta del padre: "Y el padre
repartió la fortuna entre ellos". Si hubiera razonado, lo
hubiera mandado al diablo o hubiera dado largas al asunto.
¿No es esto lo que hacemos cuando nos piden un
préstamo?: "Claro que sí, con gusto, sólo
déjame ver con están mis finanzas para
este fin de quincena" o respondemos: "Mira: la verdad es que me
agarras en un mal momento, qué lástima". El padre
no responde en absoluto, cumple. Su punto de vista de la vida es
otro. Da la impresión de no sentirse empobrecido con la
entrega de su patrimonio.
Ahora que ha entregado sus bienes no se
siente destronado. Por otra parte, el padre no se sirve del
dinero para controlar, para manipular la libertad del
hijo. El muchacho se larga y a continuación la
parábola narra las desavenencias y reveses que vive en un
país lejano, donde lleva una vida desordenada y termina
gastando todo. Su situación personal se
complica con una "escasez grande"
que se da en esa región y, para colmo de males, al
señorito le toca trabajar en lo único que pudo
encontrar: cuidando cerdos.

Se está muriendo de hambre cuando "entra en
sí" y recuerda que en casa de su padre los trabajadores
tienen pan de sobra. ¿En qué parte "de sí"
entró? En su memoria y en su
entendimiento, pero no más allá. No olvida lo bien
que se comía en casa de su padre. Pero el hijo
pródigo no sólo tiene buena memoria, sino que
razona de maravilla y, consecuente con la lógica
de su razonamiento, se pregunta: –"¿Por qué
no me levanto?". Dicho y hecho. Sólo que de regreso a casa
va repasando el discurso que
le dirá a su padre: "Padre, pequé contra Dios y
contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como
a uno de tus empleados". Consecuencia de su razonamiento es la
culpa, de ahí brota. Con estos nubarrones mentales se va
martillando de regreso a casa. Vale la pena preguntarse:
¿qué haríamos sin la culpa?
¿Cómo nos las arreglaríamos con nosotros
mismos? Sin embargo, la parábola no es una
invitación a la culpa, sino un desafío a la
compasión y es aquí donde la parábola afecta
nuestros esquemas mentales.

La parábola trata específicamente no de la
capacidad de ser punitivo, sino compasivo consigo mismo. Como
quien dice, la verdadera venganza es la ternura consigo mismo.
Con este requerimiento de la parábola, la culpa deja de
estar de moda, pierde su
atractivo, su enganche pseudoreligioso con nuestro sistema
mental. La parábola del Hijo pródigo manda la culpa
al basurero. La culpa no es un valor teológico. No es
cierto que la culpa nos arregla o repara ante Dios. Pero tampoco
es lo propio del hombre, un valor antropológico. Con la
culpa no nos reparamos, sino que nos empantanamos. La culpa es
todo caso es un valor mefistofélico. Realmente hay que
tener pactos con el diablo para echar mano a la culpa y promover
la culpabilidad.

La parábola del Hijo pródigo no es
compatible con la culpa. De hecho ni la menciona, no hace
referencia a ella. El Evangelio reconoce la necesidad del
arrepentimiento y de la conversión. Invita al
arrepentimiento, cuyo valor no sólo es
antropológico, sino –para el creyente-
también es teológico. El arrepentimiento afloja
nuestra dureza y derriba nuestras murallas psicológicas,
nos hace sentir frágiles, impotentes, nos hace llorar,
porque nace de la dimensión emotiva, sin maldecirnos ni
maldecir a nadie, porque no es fruto de la razón, como
bien distinguía Spinoza. El arrepentimiento abate, nos
crea pena y pesar por el daño
causado. La culpa, en cambio, es fuente de disgusto y de
aflicción que termina blindándonos,
forrándonos de acero ante la
debilidad y la vida es el sacramento de la debilidad humana. Un
corazón contrito es un corazón abierto nuevamente a
la defectuosidad de la vida El que está en culpa no se
siente impotente, sino omnipotente. Se cree Dios, capaz de dar un
juicio definitivo sobre su ser. Cuando le digo a alguien que he
ofendido gravemente: "Me siento en culpa ante ti", podemos
traducirlo: "Estoy cerrado ante ti"- "Pruebo desprecio por tu
humanidad y por la mía"; o le decimos: "porque tu existes,
me siento así, en culpa" o, en fin, pudiéramos
estar también diciendo: "necesito ser otro, no el que
soy". ¿De qué sirve regresar a casa y decirle al
padre: "ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a
uno de tus siervos"? ¿Qué alivio brindamos a un ser
querido cuando le pedimos el favor que nos desconozca y excluya
de su lazo familiar? ¿Cuándo lo invitamos a
practicar el rechazo? Precisamente esa reclamación es
resultado de la culpa. Al hijo pródigo debió
parecerle una petición dignificante; al padre, una
solicitud denigrante.

Es en ese momento, no antes, que el hijo pródigo
está pecando contra el cielo y contra el padre.
¿Qué padre encuentra consuelo cuando le piden que
niegue la filiación? El hijo regresa a casa por el pan, no
por el amor al padre. A tal punto se había desorientado de
sí mismo que fomenta la culpa. Se trató de una
expresión de odio a sí mismo. El rumbo que ha
tomado es intrapunitivo. Pero por esta razón, en sus
palabras no hay amor hacia el padre. La culpa inhibe la ternura.
La alternativa a la culpa es el perdón, pero Leví
no es suficientemente humilde como para pedir clemencia, piedad,
comprensión, misericordia. Como señalo en
Ética para errantes, "la culpa que Leví
pretende como recompensa por su regreso peca contra la humildad
del ser"[1]. Es una falta de respeto para
consigo mismo pues no toma en serio su ser limitado. La culpa no
sólo difama y deshora al hombre, sino que lo extingue como
tal. La culpa se arraiga en la soberbia. En el endurecimiento.
Cuando el hombre emite un juicio de condena contra sí
mismo se llama a la muerte, a
la abolición de lo que es.

De la culpa no puede proceder la vida, sino la
posición terca, obstinada y dogmática contra la
vida. La culpa no es el camino de regreso, sino la
desorientación y la pérdida del sentido. La culpa
lleva entonces a la angustia de ser y ésta a la
desesperación". ¿Por qué atenta la culpa
contra el ser? Cuando el hijo pródigo reclama ser tratado
como alguien distinto de lo que es, pide ser de otra manera.
Reclama un ser ontológicamente nuevo, sin taches. Quiere
que su padre lo repare, lo restaure y arregle al punto de ser
otro. Lo que está reprochando no es su derrota, sino su
propia humanidad. Pero, por no querer ser humano, se deshumaniza.
En el fondo, Leví está ocasionando al padre una
segunda pérdida. No se afirma, sino que se niega como ser
humano. Tampoco quiere aprender del error, de la
adversidad.

¿Quieren conocer la identidad del
padre? Lucas lo presenta como un sujeto de emoción, no de
reflexión: "Cuando todavía estaba lejos, su padre
lo vio y sintió compasión, corrió a echarse
a su cuello y lo abrazo". Ese es el padre. Cuenta la
parábola que a este punto el padre se dirigió a sus
servidores
pidiéndoles que "rápido" le trajeran ropa, un
reconocimiento de la filiación como es el añillo y
zapatos. ¿Para qué zapatos? Zapatos para que pueda
volver a largarse el día que se le antoje. El padre no es
un secuestrador. El padre no se puso a razonar con el hijo. No le
pidió cuentas de su
vida pasada, qué había hecho con la
fortuna.

En el padre no existen las preguntas, los
interrogatorios. No analiza los daños. No está
interesado en las equivocaciones. No nos sorprende que organice
una fiesta para quien menos merece ser festejado. De esta manera
el padre responde a la solicitud del hijo: los seres humanos no
necesitan que los reparen, sino que los acepten. En la
parábola del Hijo pródigo, el poder de destruir la
vida brota espontáneamente en la actitud de
condena del hermano mayor. Si se hubiera enterado de la muerte de su
hermano, si le hubieran dicho, por ejemplo: "tu hermano menor
quedo seco en un table-dance de Las Vegas", probablemente hubiera
brotado un sentimiento de resignación. De aguante frente a
los reveses de la vida. Hubiera tomado la noticia con filosofía y hubiera animado a su padre a
ser fuerte pues unos mueren y otros nacen y la vida sigue igual:
"ni modo, papá, la vida nos lo dio y la vida nos lo
quitó. Pobre hermanito del alma, pero
él se busco ese triste final. En fin que se muere como se
vive". Pero desgraciadamente la noticia no fue mala, sino buena y
le causó enojo. (El autor de la parábola hizo una
pausa y quedó viendo al público: hablaba de ellos
que ya desde entonces éramos nosotros).

El hombre es un adicto a la culpa. Con el
primogénito vuelve a salir a flote el deseo de enjuiciar,
pero culparnos a nosotros es un error tan grande como culpar a
los otros. El dialogo que
entabla el primogénito con el padre nos permite ver que
éste hombre no tiene pintas de ser un idiota o un sujeto
dotado con un coeficiente intelectual bajo 70. También
él es un ser racional. Dialoga lúcidamente con su
hijo mayor. Es más, su pensamiento es
sofisticado. Parece capaz de mandar indirectas
sutiles.

En efecto, al hijo primogénito que ama pintarse
de santo, que observa que siempre ha cumplido sus mandamientos,
que nunca ha fallado pero que aun así no ha recibido como
premio ni siquiera un miserable cabrito para degustarlo con sus
cuates, el padre le da una estocada amable, compasiva,
diciéndole que ha tenido un premio mayor, algo mucho
más grande que la fiesta de consolación en honor
del hermano. El goce consiste en estar con el padre, en poder
disponer de él en cualquier momento, en estar su lado. De
esta riqueza se había perdido por largo tiempo el hijo
pródigo. Quienes han perdido a su padre saben ahora lo que
significa esa riqueza. Para el padre el premio no está
relacionado con el tener más dinero, más
propiedades, más bienes (un ternero gordo, bien cebado, en
lugar de un cabrito demacrado), de hecho, como el mismo padre lo
sugiere, todo lo que es suyo es del hijo. Este valor, sin
embargo, no está a nivel de mercancías, de capital,
de marketing, de
leyes del mercado, de lo vendible o de resultado social. El hijo
mayor está interesado en cifras, manifiesta, entre otras
cosas, su afán de lucro, y por esto se sentía
estafado por el padre, que por segunda vez estaba derrochando el
patrimonio en el hermano irresponsable, pero la verdadera riqueza
consiste en ser más humano. La riqueza está en el
orden de lo íntimo, en la compasión y este tipo de
riqueza no puede ser valorada por una mente calculadora,
analista, enjuiciadora, racional. Pero ojo: al hablar de la
compasión, la parábola no habla del amor en cuanto
tal, del amor en términos genéricos, ese amor que
en los años 50 el grupo
norteamericano The Four Aces interpretó melodiosa y
melancólicamente con la canción del film
homónimo: Love is A Many Splendored Thing. Como
quien dice del amor al prójimo guapo y del amor a todos
los demás seres que nos atraen y nos caen bien. Este amor
ciertamente es una cosa maravillosa, pero el amor que se
prospecta en la parábola no es de este tipo
bonachón y sensiblero.

El asunto de fondo de la parábola es otro y es
aún más maravilloso por lo difícil que se
dé. Un amor que abarca la problemática más
honda del hombre, la del sentido del ser y no sólo del
sentido de la vida, del cual se ocupa la logoterapia de
Víktor Frankl. Al ocuparse del miedo a amar que va a la
par del miedo a amarnos, la parábola trata de dos asuntos
vitales para el hombre donde la culpa se revela mortal. No son
dos cuestiones apartes de todo lo que hemos dicho sobre la
compasión, sino entroncadas, unidas, a la capacidad de ser
compasivos: el sentido de la vida y el sentido del
ser.

Víctor Frankl afirma que la vida tiene sentido y
entiende esta expresión como la búsqueda de
significados y su realización a través de valores de
tres categorías, a saber: valores productivos, vivenciales
y actitudinales. Sobre la problemática del sentido, la
Terapia de la imperfección apunta de manera explicita a
una dimensión más profunda que la de la logoterapia
y alcanza el sentido del ser, alrededor del cual orbita la entera
la problemática del sentido, y desde ahí engloba el
sentido de la vida. La Terapia de la imperfección
señala que antes de lanzarse a la búsqueda de
significados para dar sentido a situaciones, hechos y
circunstancias concretas que parecen desprovistas de sentido y
que antes de optar por la realización de valores que den
sentido a dichas circunstancias, el "quehacer" primario de la
vida consiste en ubicarse frente al propio vivir defectuoso.
Hablo de "quehacer" porque recibir el ser genera al mismo tiempo
la obligación de ser. La exigencia de velar, cuidar y
sostener el ser precario, frágil, perecedero, inestable y
efímero que hemos recibido. Este "quehacer" es una
verdadera actividad de la que nada ni nadie puede
indultarnos.

El valor de existir con el pesado fardo de ser limitado,
contingente e impermanente es el "quehacer" fundamental de la
vida. Esto significa que, en primera instancia, el hombre
encuentra y realiza el sentido de la vida en la manera como se
ubica frente a la condición finita, limitada, indigente,
de su ser mismo. Significa también que cuando una
desgracia natural arrasa con la construcción de nuestra vida, lo
fundamental en esos momentos es poder contar con los fundamentos
o cimientos de dicha construcción. Cuando el sentido de la
vida se ve comprometido por una pérdida dolorosa, por una
situación de vacío existencial, aún
disponemos de los fundamentos del sentido que es la vivencia de
la propia valía. Significa, en fin, que la persona debe
moverse desde el sentido del ser hacia el descubrimiento del
sentido de la vida, es decir, desde la problemática que
plantea mi condición limitada hacia la problemática
del sentido de la vida. Pero la tarea e incluso el cometido de
ser un ser limitado, la obligación de existir
imperfectamente, tropieza con dos posibilidades que en cualquier
momento atentan contra la cuestión del sentido en su
totalidad. Esas posibilidades son: aceptar o rechazar ese
"quehacer". El valor supremo es la valentía de vivir
nuestro ser finito con la conciencia de ser
dignos de ser limitados, sin escándalo ni vergüenza,
sino con arrojo y gallardía. El significado supremo de la
vida es, como diría Paul Tillich, el coraje de ser. Los
demás valores y significados vienen por
añadidura.

El hijo pródigo vive una crisis: en el
extranjero se descubrió en completa bancarrota: "¿y
ahora cómo me mantengo? ¿Cómo salgo de esta
situación precaria?".

Perder la fortuna es un golpe al sentido. Quien se
encuentra sin trabajo, se
siente mal, insatisfecho, malhumorado, resentido con el mundo.
¿Qué categoría de sentido está
dañada? Pero hay más: la única solicitud de
empleo que dio
resultado fue la de cuidar cerdos. Aparte de que no cualquier
tipo de trabajo nos proporciona sentido, estamos de acuerdo que,
en el caso específico, cuidar cerdos es una
ocupación que no ofrece gratificación alguna.
También aquí el sentido se ve perjudicado. Volvemos
a preguntar: ¿qué categoría de sentido
está comprometida? El hijo pródigo se vio afectado
en el orden de los valores de
productividad
y creatividad;
pero también, el desafío que experimenta se coloca
en el orden de los valores actitudinales. ¿Qué
actitud tomar frente al hecho de estar económicamente
desamparado, en el aire, y frente al
hecho de tener un trabajo degradante? En ambos casos, la
pérdida de sentido complica el nivel de la existencia.
Pero hay algo más. "Eso" que viene en camino y que el
padre divisa cuando aún está lejos, "eso" que ya no
parece un ser humano, invoca la culpa y pide la
exoneración de ser hijo. Esta vez, el hijo pródigo
ha perdido por completo la brújula,
no sólo su fortuna. Esta desorientado de su propio ser. El
nivel menoscabado en este caso no es meramente existencial porque
no sólo sale dañada la vida que tengo, el
daño me alcanza en lo que soy, en mi propio
ser.

La verdadera culpa de la cual el cielo y el padre son
testigos no es la pérdida de la fortuna y el fracaso
existencial que deriva del tipo de trabajo que consigue, el
fracaso es a nivel ontológico y se da con la auto
descalificación y el auto desprecio, que son los enemigos
del amor del hombre a sí mismo. A este punto, la crisis de
sentido se ha vuelto un eclipse total del sentido del ser.
¿Qué es el sentido del ser? Es un sentimiento
valorativo de nuestro ser al cual se vincula mi existencia y, por
tanto, el sentido de la vida. El sentido del ser no depende de un
juicio de valor porque es anterior, por ser irreflejo, a todo
juicio de valor. No son nuestros resultados, éxitos y
logros lo que califican el ser en términos positivos o
negativos, sino que el mero existir califica, acredita,
ennoblece, significa y valora, los sucesos, desenlaces y saldos
de nuestra vida independientemente del signo que nosotros mismos
les atribuyamos. El sentido del ser no se ajusta a ninguna lista
negra, rebasa nuestras categorías de agradable o
desagradable, de positivo o de negativo, de éxito o
de fracaso.

El sentido del ser no está reinterpretando
constantemente mi vida en base a derrotas o victorias,
simplemente me hace sentir especial y amar mi diferencia. El
sentido del ser es la vivencia y la clarividencia de un
sentimiento de valor por el mero hecho de ser, aun cuando la
situación en que me encuentro al presente parezca
desprovista de valor y de sentido. Puedo no encontrar sentido a
una determinada situación laboral, de relación de
pareja, de sufrimiento moral o de
dolor físico. Pero aún así me sobra valor y
sentido por el mero hecho de existir. En ese momento, me sostiene
el sentido del ser, me mantengo por el valor mismo de mí
ser aun cuando en esa determinada etapa me falle el sentido de la
vida. En momentos de crisis de valores y de significados, en
momentos en que experimentamos un vacío existencial como
diría Frankl, amarnos no es excesivo. Ser tiernos con
nosotros mismos es una necesidad imperiosa, absoluta,
preponderante y categórica. Una exigencia ante la cual no
puedo vacilar ni ser flexible. El amor a mi mismo es la
alternativa frente a la crisis de sentido. La falta de amor que
procede de la culpa, el autorechazo, es la herida más
profunda y la causa principal de numerosos trastornos emocionales
y físicos. No necesito razones ni justificaciones para
autovalorarme sino sostenerme en mi propia valía. El
sentido de mi propia valía no tengo que inventarlo o
fabricarlo racionalmente, no necesito sugerírmelo
repetidamente. Tampoco necesito martillarme con frases o mensajes
positivos.

Mi colaboración con el sentido del ser consiste
en no rechazarme. Esta es mi ocupación y mi cuidado. Esta
es la manera para encontrar el sentido de la vida, pues, cuando
dejo actuar el sentido del ser, se facilita el descubrimiento del
sentido de la vida. La persona que no es capaz de amarse
transmite esa discapacidad
llamada culpa. La falta de amor a uno mismo se traspasa y afecta
no sólo al sujeto mismo, sino a las personas que lo
rodean. La falta de amor a uno mismo es una forma grave de
maltrato y de abuso. Quien ha vivido su infancia sin
amor a sí mismo, educará del mismo modo. Quien se
juzga, se culpa y descalifica, transmite lo mismo: juicio, culpa
y descalificación. La culpa, en cuanto aloja el rechazo,
que es la esencia del perfeccionismo, es una forma de maltrato
del sentido del ser. Esto es lo primero que tenemos que entender:
tenemos que hacernos cargos del amor a nosotros mismos durante
toda la vida. Amarme no sólo da sentido a mi vida, sino
que retroalimenta el sentido del ser sobre el cual descansa el
sentido de la vida. Empezar a cuidarme no sólo repercute
en mi vida, sino en la vida de los demás. La vida es el
arte de
aprender a querernos y a respetarnos. Y este arte se realiza
desde adentro, en la decisión de aceptarnos, a pesar de
todo, sostener y apoyar nuestro ser en su límite, en su
humanidad. Este arte es fruto de la ternura para con nosotros
mismos. Ser compasivos es la valoración extrema de nuestro
ser finito.

 

 

 

 

 

Autor:

Ricardo Peter

[1] R. Peter, Ética
para errantes, 4ª ed. BUAP, México, 2007.

Partes: 1, 2
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